martes, 17 de octubre de 2006

Un cuento inventado



Cuando casi llegaba al trabajo he visto pasar a una mujer con un impermeable verde manzana hasta la mitad del muslo, por encima de lo que se entreveía como una falda de un color similar. Llevaba medias a cuadros verdes y marrones, y zapatos bajos, sin apenas tacón, a juego. La descripción parece poco agraciada, sin embargo, la combinación era elegante y discreta. Venía caminando desde el Metro y, a la vez que escuchaba a Fito y los Fitipaldi, rumiaba en mi cabeza algunos cambios en las conclusiones del trabajo que debo terminar, para intentar contar todas aquellas ideas que considero importantes con el equilibrio suficiente para evitar el exceso de vehemencia y enfado acumulado con la acción de gobierno. La visión, casi fugaz, de una persona que quería resaltar con un punto de atrevimiento entre la uniformidad habitual, pero sin renunciar a una gran dosis de elegancia, ha enderezado mi estado de ánimo, un tanto apático, mejor dicho poco lúdico, para ser el último día de la semana laboral.

Mi cabeza comienza una invención y piensa que esa persona estará contenta en su trabajo porque se siente cómoda consigo misma; su forma de vestir le permite convertirse en única y destacar lo suficiente para borrar tristezas, o para mantener alegrías y el buen humor alcanzado por hechos acaecidos anteriormente. El agrado con esa vestimenta que le permite lucir su elegancia, le permitirá alargar el placer de un buen desayuno, o alguna situación desagradable, o la decepción del rechazo de una persona querida. No, la seguridad en su paso y su gesto desenfadado señala a una situación afectiva  bonita.     

Entonces he pensado que su pareja, debía tenerla, debía ser una persona complaciente que está dispuesta a asumir un papel un tanto secundario cuando está a su lado, y que para hacerlo debe estar orgulloso de ella. Qué importante estar orgulloso de la persona a la que acompañas y que te acompaña, para así disfrutar de la complicidad de las situaciones y de los encuentros; para poseer su mirada, su sonrisa y formar parte de su cuerpo, en esos momentos donde no existe nada alrededor porque el mundo se limita al placer del deseo satisfecho.

La mente, de pronto y, por supuesto, sin permiso, toma su iniciativa, y deambula sin control por el pensamiento construyendo su interpretación de las pequeñas cosas de la vida. Es curioso, desde nuestra soberbia intelectual, pensamos que la mente está a nuestra disposición, pero si dedicamos un momento y superamos la epidermis de nuestra primera sensación; nos damos cuenta que puede que seamos las personas las que estemos a disposición de esas mentes que nos llevan y nos traen a su antojo, como si fuéramos sus marionetas.
 17 octubre de 2006)

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