Cuando
casi llegaba al trabajo he visto pasar a una mujer con un impermeable verde
manzana hasta la mitad del muslo, por encima de lo que se entreveía como una
falda de un color similar. Llevaba medias a cuadros verdes y marrones, y
zapatos bajos, sin apenas tacón, a juego. La descripción parece poco agraciada,
sin embargo, la combinación era elegante y discreta. Venía caminando desde el
Metro y, a la vez que escuchaba a Fito y los Fitipaldi, rumiaba en mi cabeza algunos
cambios en las conclusiones del trabajo que debo terminar, para intentar contar
todas aquellas ideas que considero importantes con el equilibrio suficiente
para evitar el exceso de vehemencia y enfado acumulado con la acción de
gobierno. La visión, casi fugaz, de una persona que quería resaltar con un
punto de atrevimiento entre la uniformidad habitual, pero sin renunciar a una
gran dosis de elegancia, ha enderezado mi estado de ánimo, un tanto apático,
mejor dicho poco lúdico, para ser el último día de la semana laboral.
Mi
cabeza comienza una invención y piensa que esa persona estará contenta en su
trabajo porque se siente cómoda consigo misma; su forma de vestir le permite
convertirse en única y destacar lo suficiente para borrar tristezas, o para mantener
alegrías y el buen humor alcanzado por hechos acaecidos anteriormente. El
agrado con esa vestimenta que le permite lucir su elegancia, le permitirá
alargar el placer de un buen desayuno, o alguna situación desagradable, o la
decepción del rechazo de una persona querida. No, la seguridad en su paso y su
gesto desenfadado señala a una situación afectiva bonita.
Entonces
he pensado que su pareja, debía tenerla, debía ser una persona complaciente que
está dispuesta a asumir un papel un tanto secundario cuando está a su lado, y
que para hacerlo debe estar orgulloso de ella. Qué importante estar orgulloso
de la persona a la que acompañas y que te acompaña, para así disfrutar de la
complicidad de las situaciones y de los encuentros; para poseer su mirada, su
sonrisa y formar parte de su cuerpo, en esos momentos donde no existe nada
alrededor porque el mundo se limita al placer del deseo satisfecho.
La
mente, de pronto y, por supuesto, sin permiso, toma su iniciativa, y deambula
sin control por el pensamiento construyendo su interpretación de las pequeñas
cosas de la vida. Es curioso, desde nuestra soberbia intelectual, pensamos que
la mente está a nuestra disposición, pero si dedicamos un momento y superamos
la epidermis de nuestra primera sensación; nos damos cuenta que puede que
seamos las personas las que estemos a disposición de esas mentes que nos llevan
y nos traen a su antojo, como si fuéramos sus marionetas.
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