Recuerdo de un día de 2007
La persona en cuestión había dado muchas charlas y
conferencias en su vida, experiencia suficiente pensaba para poder afrontar la
exigencia de su nuevo trabajo de docente en la universidad. Los preparativos
habían sido duros, o mejor dicho, absorbentes porque le había dedicado decenas
de horas a preparar los temas de los que constaba la materia, y constantemente
pensaba si sería capaz de responder a todas las imaginarias preguntas que se le
pasaban por la cabeza. La preparación ya le avisaba que ese trabajo era
exigente, porque no quería ni pensar en qué pasaría si fallaba y no era capaz
de responder adecuadamente, es decir, con los argumentos y la racionalidad
suficiente que necesitara la cuestión presentada por algún alumno.
Esa etapa había pasado, creía tener preparado el temario de
un curso de enseñanza reglada que debía impartir probablemente a un grupo de
jóvenes que no sabía si tenían muchas ganas de asistir a las clases.
Y llegó el día, que le tocó traspasar la puerta, subir a la
tarima y desde allí, desde la cátedra como la habían bautizado los sabios
griegos, se enfrentaba por primera vez a ese trabajo tan deseado y, entonces
fue más patente lo que ya presentía, que le faltaba oficio y sólo el
conocimiento y la ilusión –también su orgullo y amor propio- le podría hacer
salir adelante.
Ahora, dos cursos después todavía recuerda su inseguridad
para establecer el ritmo de la clase, como le taladraban las miradas que en ese
momento pensaba inquisidoras de los alumnos y que no eran otra cosa que la
manera de medir su fuerza. La boca se le secó y pudo sacar adelante la clase
con apuros. Entonces, recuerda no sabía como establecer un ritmo donde los
conceptos se adecuaran a la capacidad de coger apuntes, también recuerda como
algunos alumnos le miraban un poco airados por pensar que iba deprisa y hasta
hubo un momento que parecía poder estallar un motín. Cuánto miedo de separarse
de la mesa donde estaban sus apuntes, su seguro de vida que ahora casi ni veía
porque la letra era demasiado pequeña.
La prueba inicial fue dura, también bonita porque
significaba asumir un reto querido. La primera clase le permitió aprender -al
igual que cada una de las siguientes- como combinar el conocimiento que quería
transmitir con las necesidades de los alumnos, como hacer apetecible el
contenido, como interesarles por unas cuestiones económicas en apariencia y en
realidad bastante áridas. Intentó aprender cómo mantener el respeto ganando en
complicidad, siempre midiendo la distancia para no verse atrapado en el juego
del amiguismo. El profesor, como el padre, no es amigo de sus alumnos, su tarea
es enseñar y no solo de la materia que le toca sino otras cosas importantes,
como transmitir el interés que siente por la materia que enseña y la ilusión
por hacer bien su trabajo porque el alumno percibe rápidamente a los profesores
que no ocupan el tiempo sino que lo aprovechan, y más aún, que lo disfrutan. La
intensidad no pasa desapercibida en ningún ámbito de la vida.
El tiempo le ha permitido adquirir oficio que intenta añadir
a sus enormes ganas de transmitir el poco o mucho conocimiento que atesora. El
mismo día que impartió su primera clase se acordó de una persona que le había
regalado el título de estas letras, a quién le debía un escrito por tan
importante acontecimiento. Han pasado dos años, dos cursos universitarios, en
los que el profesor (con título de asociado) ha disfrutado mucho de su
experiencia –lo mejor sin duda de lo realizado en ese tiempo- y afortunadamente
los alumnos parecen estar contentos con su trabajo, como algunos –los más
decididos- le han traslado de palabra e incluso en alguna misiva a través del
nuevo correo, el electrónico.
Este escrito es un pequeño homenaje para los buenos
profesores.
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